Pablo P.· Valencia
Era un rumor que solía desmentir en las entrevistas, aunque al parecer, nunca con la suficiente contundencia. No, Katsuhiro Otomo (Hasama, 1954) nunca llegó a convertirse en arquitecto. Lo que si consiguió, es fascinar al mundo cultural europeo, y ser el máximo exponente de la historieta japonesa durante los 90'. Pero antes de tocar el cielo con su fastuosa, hipertrofiada y excesiva Akira, obra que abarcó 10 años de su vida, lujosa película de animación por medio incluída, firmó una más que intersante historia, que a la postre, se convertiría en la base de todas las virtudes y vicios que explotaría el resto de su carrera.
Dômu, Pesadillas en la lengua de cervantes, es uno de esos cómics en los cuales la arquitectura toma protagonismo de forma dramática, en todas y cada una de sus viñetas. La simbología exuberante del frío hormigón, los monolíticos bloques, el aislamiento de sus protagonistas, frágiles al contacto con un mundo demasiado agresivo, hacen de la obra un título fascinante para aquellos entusiastas de la psicología del espacio, y de su relación con la humana. La contundencia gráfica habla por sí sola, y Otomo demuestra un oscuro deleite al construir con milimétrica, enfermiza perfección un microcosmos de acero y cemento, sólo por el simple hecho de poder verlo más tarde reducido a añicos. La plasticidad de sus encuadres, la composición matemática en Dômu, no tiene parangón.
Sin olvidar que la metáfora de las ciudades deshumanizadas vuelve a asomar, la crítica social no escapa de sus páginas, esa disección de una ciudad dormitorio japonesa durante los 70' no hace más que ejemplificar el papel de la arquitectura como ejercicio social en todos los niveles, aquí representada por tumbas colectivas de 40 m., testigos de excepción de la ruptura afectiva en una comunidad que en realidad, es universal. Obra fascinante.