jueves, 28 de abril de 2011

arkitiriteros exploradores

· Juan y Salva · Valencia ·


Me suena que en algún sitio he leído o en algún sitio he escuchado que una buena ciudad está alrededor de los 200.000 habitantes, que así son más eficientes, más limpias, más humanas, tienen de todo pero sin pasarse, son grandes pero vivibles, dejan margen para la sorpresa, pero son familiares.


Valencia tiene más de 800.000 habitantes. En la dinámica de nuestra idea principal, la de ir descubriendo piezas de este puzle, surgió la propuesta de visitar y descubrir una zona de la ciudad al azar con la única condición de que fuera nueva para nosotros, que nunca hubiéramos estado allí para nada. Porque eso es algo que nos da que pensar: cómo puedes llegar a vivir muchos años, quizás toda tu vida, en una misma ciudad, y jamás estar en todas sus calles, ni siquiera en todos sus distritos, ni siquiera en todos sus barrios.

Bueno, pues el lugar acordado fue el cruce entre la avenida Tres Cruces y la calle Borrasca, al suroeste de la ciudad y a las puertas de una de sus zonas más periféricas, aisladas y anónimas: Sant Isidre, dentro del barrio de Patraix.

Así fue como llegamos, cada uno por su cuenta, y vimos por primera vez cómo era este barrio desde fuera:


Por una parte, una hora de autobús y Valencia entera cruzada de extremo a extremo.
Por la otra, 40 minutos en bici y alguna vuelta de más.


La llegada a la misma “entrada” del barrio supuso ya desde el inicio una odisea. La primera impresión fue la de salir de la ciudad para volver a entrar. Ese paso intermedio, esa no-ciudad que queda en tierra de nadie está compuesta por extensos solares que descansan junto a amenazantes bloques de numerosas viviendas expuestos a modo de ejemplo del destino que les espera.


El gran borde que aísla el barrio al este, la Avenida Tres Cruces, se asemeja a una frontera infranqueable cuyo cruce puede suponer algún que otro peligro, y no hablamos de ser atropellados, sino más bien de la posibilidad de sufrir una insolación… el sol se alía con el asfalto mientras la sombra se esconde en algún rincón… Es difícil encontrar algún rastro de vida a excepción de las intermitentes marabuntas de autos que se dedican a pitar y echar bocanadas de humo.
Al norte, una gran vía radial de acceso a Valencia, el Camino Nuevo de Picanya, la separa de un lugar que debería estar todavía más lejos: el inmenso polígono industrial Vara de Quart.
Al sur se suceden los límites, todos impracticables e incómodos: primero, línea de metro en superficie; después, 130 metros de ancho de solares vacíos llenos de excavadoras y trabajadores diminutos en tanto espacio muerto; finalmente, la tapia que encierra el cementerio general de Valencia.
Por último y por si fuera poco, al oeste, donde Valencia en realidad se empieza a terminar, no tenemos una paulatina disminución de espacio edificado, no existe transición a nuestra querida huerta o algo parecido. Primero que nada existe una insalvable línea de tren elevada a unos 7 metros de altura, y después, aunque ya poco importe, garajes de la empresa de transportes municipales de Valencia, el cauce del Turia, tan nuevo como seco, gigantescas avenidas limítrofes…



Sant Isidre está completamente separado del resto de Valencia, es como un lugar inesperado de vida. Un oasis constreñido.

Alcanzada finalmente la acera de enfrente, al comienzo de nuestro barrio objeto, nos dimos cuenta de las agresivas fachadas de los edificios periféricos, totalmente adecuados a la gran avenida y que servían de muralla de protección de un interior que cambiaba radicalmente de escala y de esencia… Aparecía vegetación y su sombra se proyectaba sobre nuestras cabezas agradablemente, se empezaban a ver las primeras personas: ¡Acabábamos de entrar en una fortificación del siglo 21!
Griteríos infantiles llenos de ilusión expectante ante las inmediatas vacaciones de semana santa cargaban de alegría la atmósfera de las calles. Pronto aparecieron algunos parques donde poder sentarse a la sombra (¡Aquí se escondía!) o jugar a la petanca. Las primeras terrazas insinuaban sus apetecibles menús caseros a precio de barrio… y que no pudimos resistir (cabe mencionar que nuestra elección para el estudio de este barrio se vio condicionada desde el inicio por intentar probar el famoso cuscús de uno de sus bares, “Bar Marlo” por si a alguien le interesa).
El menú fue de 6,00 € con un sabrosa paella de verduras de primero, continuado por un bacalao con ajoaceite, todo bañado por tinto de verano “al gusto”. Satisfechos de más por el tinto cabezón, retomamos nuestra andadura.

Recorrimos rápidamente todo el barrio. Urbanísticamente responde a manzanas de ensanche, comercios en algunos interiores y en sus plantas bajas, una gran y necesaria autosuficiencia (numerosos bares, bancos, escuelas, chinos… y cómo no, un supermercado mercadona – que no se escape un valenciano sin comprar en él!!!)



Cabe destacar una de las calles más apartadas, de casas de dos alturas y alquerías casi abandonadas que resisten en medio de un descampado que amenaza por “ley” su (des)construcción. En ella encontramos más amabilidad y calor que en todo el barrio y sus alrededores. Sensaciones de serenidad, sillas al sol, comunidad y ropa tendida al viento de la calle...


Nuestras mentes resignadas dejaron escapar alguna idea romántica y nostálgica de cómo pudo llegar a ser en su día, cercado por extensas huertas valencianas, este barrio llamado San Isidre…

1 comentario:

  1. Visto así parece lo peor, pero no lo es, es la jerencia que nos ha tocado a los vecinos de Sant Isidre, de la época desarrollista, de aquel Plan Sur y su PGOU de 1966. Ahora estamos luchando por conservar y mejorar nuestro patrimonio, alquerias, que se soterren las vias de metro y adif...

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